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La mujer más bella del mundoA un cálido y hospitalario pueblo caribeño bañado por un precioso mar multicolor había llegado una feria procedente de lejanas y extrañas tierras, y precedida de gran fama e inusitado alboroto. La exótica feria traía con sus múltiples atracciones y diversos espectáculos: la alegría y el sano entretenimiento que a su paso ya había despertado en cada uno de los pueblos visitados, cautivándoles y exaltando su más febril imaginación.

La casa de los espejos del tiempo, el museo de cera, el castillo encantado, el pozo de los deseos, los animales del pasado y las maravillas del mundo, entre otras atracciones, hicieron desde aquel día las delicias de los niños y jóvenes, y la alegría de los adultos y ancianos del lugar.

No bien había llegado la hora de apertura de la feria, cuando largas filas de hombres, mujeres y niños de todas las edades esperaban ansiosos el momento de entrar para disfrutar así de las más variadas y atractivas funciones. Casi desde el inicio, la abigarrada y bulliciosa fila de mujeres que deseaba verse en los espejos del tiempo y de la vanidad, a los que se tenía acceso pagando sólo una moneda, se mantuvo como la de mayor pedido y atención por parte del público. En cambio, una curiosa y al principio no muy tenida en cuenta atracción: hablar con la mujer más bella del mundo, pasó algo desapercibida.

Era extraño el hecho que tan sólo se pudiera hablar con ella y no verla -como era lo más lógico y esperado-; pero esa era la regla y los pocos que asistieron así lo entendieron hasta el punto que esperaron ansiosos la hora de hablar personalmente con la muchacha y gustosos reservaron sus dos monedas.

De los que hacían fila para hablar con ella, eran los jóvenes lo que se mostraban como los más deseosos y entusiasmados por entrar, y entre algunos se transaron apuestas por ver quién sería el primero en llegar a verla, salir con ella y hasta conquistarla. Los hombres adultos eran un poco más reservados y se les veía algo incómodos, pues, muchos de ellos eran casados o tenían mujer e hijos y quizás no sabrían explicar el por qué deseaban ver o hablar con la mujer más bella. Unos pocos ancianos, que también esperaban, parecían haber rejuvenecido con la sola expectativa y estaban alegres.

A Mateo, uno de los muchos jóvenes que esperaba, le llegó el turno para entrar. La tarde había declinado y un rojo plomizo pintaba el horizonte. Esta fue la última imagen que él vio antes de pasar a la tienda en donde esperaba la bella mujer. Un corpulento hombre que custodiaba la entrada, y que parecía más un eunuco oriental sacado de un harén imperial que un guardia, le hizo pasar y sentarse sobre una vieja silla de madera.

Una vez allí, inspeccionó todo a su alrededor. Había un profundo silencio y el ambiente, aunque sobrio y sin mayores arreglos, era cálido y amable.