En la obra literaria del escritor
argentino Roberto Arlt, la imaginación no conduce a los personajes a la
liberación, sino a la derrota definitiva. Su teatro está lleno de criaturas
miserables que tratan de sobreponerse inútilmente a los continuos encontronazos
con la vida cotidiana. En La isla desierta, una de sus piezas más breves y
representadas, los personajes de una triste oficina portuaria experimentan un
cambio radical en sus vidas cuando dejan de trabajar en un sótano y son
trasladados a la décima planta de un inmueble.
Allí, a través de un inmenso ventanal, son reclamados por un sinfín de
tentaciones que se encuentran más allá del mundo gris de la oficina. Los
empleados descubren los beneficios de la luz natural, la llegada de los buques, el bullicio de la calle, los reclamos de la
libertad, elementos que acaban desestabilizando la rutina administrativa. No
obstante, es el relato de uno de los personajes, el mulato Cipriano, el
que arrastra al resto de los oficinistas a la ensoñación y a la consiguiente
derrota.
En el mundo literario de Roberto Arlt la ensoñación no sirve para redimir al
hombre, sino para condenarlo. Los continuos desdoblamientos imaginativos que
contempla su obra sirven para sumergir a sus personajes en una realidad de
catástrofe donde no hay válvulas de escape, ni puntos de fuga por los que
aspirar a una situación mejor que no sea el pequeño y gran desastre de la vida
cotidiana. La isla desierta (1937) es una obra en donde se aúnan perfectamente realidad y fantasía,
cotidianidad y ensoñación, deseo y frustración. Al igual que ocurre con el
conjunto de su dramaturgia, el desarrollo argumental se mueve siempre en un
doble plano: el de la realidad miserable de los personajes y el de los sueños
que estos son capaces de construir y que no son más que la prolongación de sus
frustraciones.