Respuesta :

Llevo vinculado mucho tiempo (¡ay!) al mundo de la cultura. Realmente he sido (digamos que) practicante de ella, a través del teatro, y luego devoto de su multiplicidad de caras, como asistente (o espectador) de exposiciones, conciertos, películas, comedias, etc. Incluso entre mis aficiones figura en destacado lugar el dibujo, extendido con modestia a la pintura al agua cuando la ocasión se presenta. Y no toco el piano, aunque me encantaría, porque sólo lo sé trastear como mueble. A pesar de tantas y tales aficiones, nunca, repito, nunca, he entendido bien para qué sirve todo eso de las artes, si entendemos por servir la utilidad de cualquier cosa a la que se le dedica un tiempo. Eso no me pasa cuando trabajo, por ejemplo, cuando doy clase. Por mucho que vea que a algunos estudiantes les hablas como quien habla a una estatua, siempre queda la íntima satisfacción de que quizás alguna vez ese alumno recordará qué significa Valle-Inclán o Calderón en la historia.Es decir, cuando trabajamos en algo por lo que se nos paga parece que la cosa sirve más que cuando nos entretenemos, o pasamos un rato más o menos agradable. Para que se entienda este silogismo en el que ando metido: cuando vemos una jugada de Messi o de Ronaldo gozamos de cierta emoción estética, aunque acto seguido comprendamos que servir no sirve para nada. Simplemente, que lo hemos pasado bien.Ahora que lo digo (ahora que lo escribo) me doy cuenta de que cuando vamos a un concierto, una película, una obra de teatro o una exposición, parece que lo hacemos con la pretensión de gozar de cierta emoción estética. Y nada más. Y nada menos. ¿Servirá para eso el arte y la cultura? Sería un consuelo. Sirve, pues, para provocar emociones estéticas. Vale. Pero, ¿estamos todos capacitados para recibir emociones estéticas? De facto, sí; de iure, no sé. Lo ideal sería eso: vivir en una sociedad en la que todos pudiéramos gozar de emociones estéticas. Quizás a eso se deberían dirigir los objetivos de toda política cultural: hacer posible que todos, o la mayoría de los ciudadanos, puedan tener el placer de gozar de la emoción estética que produce Falla, García Lorca o Ramón Gaya. Y nada más. No obligar a que a todos les guste Shostakovich o Schoenberg, cuando no estamos preparados para que nos guste Shostakovich o Schoenberg. Que no quiere decir que no sea lo ideal.Cuando en el ciclo de música sinfónica, que sigo cumplidamente en el Auditorio regional, y de cuya calidad nadie puede dudar, reclamo a mis compañeros de asiento algo más clásico, no reniego, en absoluto, de los antes citados. Simplemente digo que me gustaría oír de vez en cuando a Mozart, y punto. Cuando asisto a las exposiciones que suelen montarse de un tiempo a esta parte en mi comunidad, no reniego de ellas (bueno, de algunas sí, francamente, pues creo que mi cortedad de entendimiento se mezcla con buenas dosis de tomadura de pelo) pero me gustaría ver de vez en cuando a Matisse o Van Gogh. Eso tiene vivir en provincias. Que es estupendo tenerlo todo a mano, saludar a los vecinos como si fueran de la familia, respirar pino a cinco minutos de coche (o tranvía) pero ¡qué difícil nos lo ponen cuando se trata de fomentar el espíritu! Quienes programan las cosas culturales se empeñan en que nos guste lo que a ellos les gusta. Alguno dirá: están en su derecho, para eso ganan elecciones, manejan presupuestos, contraen obligaciones… Sí, pero… Sí. Pero.Entiendo que cultivar el espíritu es una de las obligaciones más destacadas de cualquier política cultural, y la principal razón para contar con presupuestos adecuados. De ahí que sea inaceptable que los primeros tijeretazos vayan a la cultura, bajo la innoble justificación de que tampoco es tan necesaria. No es tan necesaria la cultura que vive al servicio de proyectos culturales innecesarios o inocuos. A estas alturas de mi vida en el arte, parafraseando al maestro Konstantin o, mejor dicho, coqueteando con el arte, considero más válido aquella iniciativa que surge de manera casi espontánea que la que me presentan como única y verdadera. Eso de creer en cosas únicas y verdaderas tiene un riesgo enorme, pues si fuera verdad, estábamos salvados, pero ¿y si no son únicas y verdaderas? Entonces resulta que hemos vivido en el error convencidos como estábamos de haberlo hecho en la autenticidad. Me parece saludable dejar la puerta abierta a la posibilidad de que estén equivocados quienes proclaman formas artísticas únicas y verdaderas. De la misma manera que yo también pienso que me equivoco de continuo.Esta reflexión la provoca el observar como la respuestas de las gentes de la Cultura a la crisis actual son consecuencia de la falta de un pensamiento crítico, de debate real, de confrontación de ideas, lo único que proponen es continuar con la hybris, la desmesura y el orgullo de estar convencido que todo es posible; se pretende volver a modelos viejos que no son los de una sociedad del bienestar, son modelos fruto de la desmesura y la fantasía.